viernes, 27 de noviembre de 2009

Había Desaparecido


Me deslicé a través del límite, me acerqué sinuoso a la frontera y me deslicé dentro. Me supuse invisible, mientras habitaba la frontera, y una vez traspasada me sentí ilegalmente a salvo: sólo podía ser descubierto desde dentro. Registraba su vacío como lo hubiera hecho cuando de verdad estaba preparado para descubrir cosas, hace muchos años, apenas nacido, antes de la desestructuración obligatoria.

Hice un terrible descubrimiento. Un nombre había aparecido en el vacío invadiéndolo todo. Me aseguré, me palpé los ojos y olfateé, aunque claro, dentro de un espacio inventado, como todos los chicos de menos de diez años saben, no es posible husmear, ni palparse, (a menos que uno pueda re-estructurarse a cada minuto), sin embargo la costumbre del servicio de animal de compañía, me llevaba a olfatear constantemente.
Así descubrí el nombre, primero en el borde del ventanal al interior que todavía conservaba el vacío, luego en el suelo, en todas o la mayoría de las intersecciones del terreno enlosado. Su nombre, ahora podía estar seguro, estaba escrito, inscrito, serigrafiado, pintado, rayado, grabado en todos los sitios de este espacio, incluso en el banco de mobiliario urbano que había sido el único mueble del hogar de este, ahora, Dionisos destronado. Me resultó, a pesar de la certeza de la propiedad de ese nombre, disonante con la imagen que establecían estas evidencias. Ver pintado este nombre con su imposible cotidianeidad me resultaba en exceso aversivo, y empecé a presuponer porqué habían invadido ese estado emocional independiente, como había sido aniquilado y eliminado. Era una clara iteración, peligroso fractal, que pudiera no haberse despertado nunca.
Ahora su nombre era el único rastro que quedaba, era su memoria, su auténtica memoria, su identidad allí depositada, dentro de un vacio vallado, con un nombre tatuado en cada punto cardinal: Juan de Pérez de Santos, Juan de Pérez Santos, Juan Pérez de Santos de Ánimas… así hasta la infinidad de intersecciones que un espacio inventado de clase 3 puede dar. Una auténtica locura.
Salí de mi suposición y seguí mi camino, agradecido de estar en una zona fuera del alcance de la video vigilancia, cuando volví a traspasar los confines de la invención espacial para aterrizar en el duro suelo de la calle.

Ahora esta triangulación carecía de sentido propio, era una apuesta contra el tiempo: y ya se sabe, el tiempo siempre gana. Me entretenía en ver cuánto tardarían los transeúntes en eliminar el rodeo que realizaban para evitar esta esquina inventada y mantener a salvo sus conciencias. No atosigar la simulada calma con pesadillas de posibilidades imaginadas en cada sueño. Su nombre, ahora de tan repetido, carente de importancia, estaba pintado alrededor del edificio, rodeando cada una de las esquinas
inexistentes de forma imperceptible. Apenas tallado en el granito triturado, escribía un salmo ahora visible a mi vista tras haber estado en el vacío, produciendo la necesidad de deshacerme de mis pertenencias, de mis ropas, de mi máscara anti-SARS. Respiré, mantuve la respiración y registré mis constantes vitales hasta donde pude registrar. Estaba hiperventilado. Me senté, dejé a mi peso hacer su fuerza. Volví a la realidad.

El control visión flotaba automáticamente describiendo una trayectoria oscilante. Deambulaba hacía el refugio, dentro de la ciudad y sus gracias. Hacía algún tiempo había atravesado el desierto y sobrevivido a la frontera. El descarne y la mutación había sido lo más duro. Superar la limitación de la memoria corporal para atravesar al otro lado, a todos los lados, le había dejado marcado como a cualquiera y a veces el hecho de carecer de identidad egóica le llevaba a conectar estímulos de forma libre y aleatoria. Estaba en otra ciudad. Conectado a otras realidades. Los símbolos, las palabras, las caras del pasado casi no significaban nada. Exceptuando unos pocos recuerdos rescatados en la rápida huída hacía la vida, todo era nuevo. No había cubierto una tercera parte de la superficie explorable, y lo sabía. Bajaba por el segundo nivel del metro, sobrevolando la escalera automática cuando el control visión recuperó el interés.

Una familia de gitanos vestidos de negro paseaba por el andén. Ese estímulo bastó para disparar el acelerador de narrativas, para alterar la subrutina de vuelta al refugio, para no ser otra cosa que aquello que habían intentado extirpar de cada una de sus circunvalaciones: un explorador. Durante un milisegundo se alegró de haber contratado un seguro neuronal. Un neurosegundo da para mucho, solía decir. A la milésima siguiente estaba dándolo de baja desde algún pliegue de su neuro-mundo: el explorador había tomado control-visión.

El extraño grupo- ya extraño de por sí para la sagrada familia, justo sobre nuestras cabezas trasmitiendo su gong del vespre entre las cercanías atómicas- se cerraba entrono una niña menor de dos años que irradiaba color desde dentro de la oscura vestimenta que le rodeaba. Miraba desde unos ojos situados a 48 centímetros de altura. Llevaba pantalones ibicencos en tonos rosados que hacían juego con un top blanco que resaltaba su moreno y su gracia. Detrás de ella un hombre alto, vestido en chándal de llamativos colores la cogió con la una mano y la abrazó junto a su cabeza. La niña dio un beso a su padre, abrazando su cabeza y pidió mediante gestos que la dejara en el suelo. Allí se encaminó a encabezar la comitiva de tías, abuela, sobrinos y abuelo, decidiendo donde esperar el siguiente tren. Ella mandaba y era nueva, con otras leyes, otras normas incapaces de matar la vida.

El narrador sentado sobre su mando de visión parecía sopesar la causalidad del encuentro, sin embargo estaba recordando, porque nada de lo que ocurre se olvida. Había otra familia de gitanos, había otra vida. Recordaba solo partes, ecos que anticipan una historia completa.

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