martes, 8 de septiembre de 2009

Viaje de vuelta.


En el tren, camino de vuelta, buscando el descanso, sin mucho que contar en realidad y sin embargo repleto de experiencias, ¿que importaban las experiencias al fin y al cabo? ¿cuanto se podía pedir por ellas en la reventa de sus bienes? Poco o casi nada. Nada.

El asiento lo situaba de espaldas al sentido del viaje, asi como un cangrejo entra en el mar, volvía hacia el inconsciente, volvía a la playa de castillos de arena, volvía irremediablemente a jugar entre las olas al abrazo de la tierra, como si la tierra quisiera abrazar a los exiliados.

Su regreso aunque temporal, siempre lo trasportaba a la sensación que vivía en su interior, que palpitaba en cada respiración que daba, en cada comida que preparaba, en cada café con leche frio y falto de sabor. Profesionalmente aislado de cualquier vivencia reconfortante, aplastado como aplastados quedan los castillos de arena ajenos, con decisión, con rabia, con indolencia, antes que otro o el propio mar, los aplaste o los borre, para el pequeño goce de poder sobre poder ausente. Locura al fin y al cabo.


Esta sensación de fatalidad y agotamiento le perseguía desde hacía tiempo, tal vez desde siempre, señalando sin manos un destino despreciable, la sensación de no conseguir nada remarcable para él mismo, por muchos esfuerzos que pusiese, por mucho empeño que tuviera. El sino de la vida puede ser vanal, aunque los actos que componen nuestra biografia no nos lo parezcan.


El odio con el que miraba el mundo por no darle lo que necesitaba le estaba llenando de rabia, de frustación, en definitiva de amargura…y vivir la vida con amargura le estaba conduciendo irremediablemente a odiar el mundo.


El primer pensamiento que le vino tras dejar la estación giraba sobre su fortaleza ante la capacidad de pedir, ¿había pedido firmemente lo que necesitaba? Escrudiñando sus recuerdos tenia presente haber pedido pero tambien recordaba ambages, medias tintas que nada le decían de su capacidad de actuación hacia el provecho de la propia vida. Estaba otra vez como al principio y tenía la sensación de no salir de ese círculo.


Regresando tropezaba una y otra vez con los mismos fantasmas. Tarde, siempre tarde , aún cuando no sabía el camino, aún cuando probablemente no hubiese ni camino ni final para su historia. En su afán por llegar deprisa a donde no sabía, habia dejado atrás todo lo que sentía pesado, relaciones, conocidos, proyectos que le enmarcaban que le definían, aunque fuera temporalmente. Era capaz de recortarse- decía- de las circunstancias y ubicarse en otros contextos desconocidos, sintiendose ligero, mientras simultaneamente, adquiría el lastre del olvido, el peso y la lentitud que le daba el hecho de caer siempre en los mismos errores, en tropezar con los mismos fantasmas.

Solo era capaz de oler su sombra, el único fantasma del que no podía desprenderse por muy rápido que corriera, por muy lejos que fuera, por muchas veces que se recortara a sí mismo de las circunstancias y se implantara en un contexto diferente y novedoso, esta siempre le alcanzaba a cada paso y le devolvía el miedo de verse alcanzado por sí mismo.

lunes, 7 de septiembre de 2009

fantasia de aisla-miento

La cabaña ofrecía una mirada sobre el lago y el bosque. Desde allí arriba podían ver la llegada de las visitas inesperadas y permitía salir huyendo de una conversación no deseada. Las compras las realizaban por turnos en el supermercado y la gasolinera a las afueras del pueblo mas cercano a unos 20 kilómetros. Así habían pasado las últimas tres semanas, evitando todo contacto con el núcleo que había sido su origen, su familia, sus amigos, sus trabajos.

Por la mañana daban un paseo desde la cabaña al lago, donde exploraban unas riveras – ahora conocidas- que habían ofrecido al comienzo de su retiro una excusa para el interés y para la dispersión de sus problemas, como los niños que en el fondo eran y que, ante un súbito golpe o caída lloran hasta que otro estimulo los devuelve a su naturaleza más expansiva y despreocupada.

De vuelta por el camino, recogían flores y plantas con las que hacían guirnaldas y ramos silvestres que colgaban en los árboles y los salientes de las rocas que encontraban entorno el camino y el lago… al cabo de los meses del verano las flores y guirnaldas secas anunciaban un otoño de frutos maduros que los pájaros no tardarían en deshacer. En invierno la nieve cubriría todo, incluso los frutos de su des-oficio atados a árboles y esas guirnaldas esmeradas de detalles silvestres que organizaban una soledad de paseos y silencios.

Al año siguiente, cuando volvieran a su retiro, el ritual de aislamiento, volverían a decorar los mismos árboles, las mismas rocas, las mismas guirnaldas que ofrecerían otros frutos, otras flores y otras semillas a los mismos animales que habían intentado ignorar en su imposible escapada de la ciudad, del orden establecido, porque al final siempre volvían, al final y desde el principio de su fantasía de escapada sabían que tan solo era eso: una fantasía de escapada de ellos mismos que al final les devolvía a lo que hubieran sido en otro tiempo. Seres extraños y solitarios.